La Iglesia celebra ordinariamente el aniversario del paso al Cielo de los hombres. La fiesta que hoy celebramos es una de las pocas en las que quiere reconocer de modo público y solemne la llegada a la tierra de uno de sus hijos. La que iba a ser la Madre de Dios viene al mundo, con lo que se aproxima ya la plenitud de los tiempos, en palabras de san Pablo. El momento central de la historia, marcado por la llegada de Dios hecho hombre a la misma historia, es ya inminente, por cuanto la que sería su Madre ha nacido. Es de justicia, pues, alegrarse. Debemos celebrar una fiesta que ponga de manifiesto la alegría de los hombres, que reconocemos el gran don recibido.
Se trata, ante todo, del amor insondable de Dios por su criatura humana. No nos abandona a pesar de nuestros pecados, tan inmenso es su amor. Un amor, ciertamente divino, pero con manifestaciones de Hombre, de Mujer; así es un amor-cariño, un amor que podemos entender, aunque lo reconozcamos en manifestaciones sublimes, que se nos muestran como inalcanzables. Jesús y María nos han querido a los hombres y nos quieren a cada uno como nadie más puede hacerlo. Y es un cariño real, efectivo, cuyas gratas manifestaciones podemos llegar a notar todos, y las notaríamos más, desde luego, si tratáramos de ser todavía más consecuentes con nuestra fe.
Es un día, hoy, para ensalzar como nunca a nuestra Madre del Cielo. Con su Nacimiento –también, antes, con su Concepción Inmaculada– se concreta, por así decir, su realidad como la más dichosa de las criaturas, y su existencia en favor de la humanidad. ¡Ha nacido la Llena de Gracia! ¡Está entre nosotros la Bendita entre las mujeres!, recordamos hoy. Y nos alegramos, como lo hacemos en un cumpleaños, por haber conocido y por contar con la amistad o con la proximidad familiar y el afecto de quien celebra sus años. Porque María es Madre de todos los hombres, sin excepción; aunque, si nos reconocemos discípulos de su Hijo, somos capaces de valorar más todavía su maternidad.
Es difícil imaginarse la vida cristiana, camino de los hijos hacia la casa del Padre, sin una Madre que –sencillamente– nos quiera. Si los cristianos somos los hijos de Dios, hijos que –como quiere Jesús– deben permanecer siempre niños, parece muy conveniente que contemos también con una Madre para nuestra vida de relación con Él. En verdad os digo: si no os convertís y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos, nos advirtió el Señor. Muchas veces hemos considerado que la madurez y responsabilidad humanas no se oponen en absoluto a la infancia espiritual, imprescindible, según Cristo, para ganar el Reino de los Cielos. Siendo, pues, tan necesaria la infancia, no podemos vivir sin Madre.
Muy conscientes de nuestra condición y, por tanto, de la debilidad que padecemos como consecuencia del pecado, actuamos de ordinario en nuestro afán por ser santos como los niños, que cuentan en todo con la experiencia y la capacidad de sus padres. Y, como suele suceder en nuestras familias, los niños se apoyan sobre todo en la madre mientras son muy pequeños. Pues así, muy pequeños, debemos ser siempre ante Dios. La confianza que inspira una madre impulsa a apoyarse en su ayuda: en todo momento accesible y acogedora, aunque la conducta del pequeño no lo merezca. Así María, Madre nuestra, es otra manifestación del amor que Dios nos tiene, que desea que en ningún caso desconfiemos de su Gracia. Es lógico, pues, que nos alegramos, inmensamente agradecidos, por tener a María –Madre poderosa y de consuelo– para todas las necesidades del alma y también del cuerpo.
Le rendimos asimismo nuestro homenaje por ser la Llena de Gracia. Es otro modo de reconocer la omnipotencia y bondad divinas. Como recuerda con frecuencia en la Liturgia de la Iglesia, a propósito del culto que rendimos a los Bienaventurados, alabamos a Dios diciendo: manifiestas Tu gloria en la asamblea de los santos y al coronar sus méritos coronas tu propia Obra. Dios, en efecto, muestra de modo más espléndido su perfección y el amor a sus hijos, cuando en ellos resplandece la virtud y gloria que han logrado correspondiendo a su Gracia. Así, María, Llena de Gracia, al corresponder plenamente a Dios es, entre las criaturas, la imagen más excelsa de la divinidad, quien más gloria da a Dios.
En su fiesta de cumpleaños queremos hacerle, con amor, el regalo que nos aconsejaba san Josemaría cuando afirmaba que el amor a nuestra Madre será soplo que encienda en lumbre viva las brasas de virtudes que están ocultas en el rescoldo de tu tibieza. Que nada agrada tanto a una madre como ver a sus hijos mejores y felices.
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